Es muy posible que el lector de estas páginas, perteneciente a uno de esos países comunmente denominados "en vías de desarrollo", marcado por su ancestral complejo de inferioridad con respecto a los países "avanzados", considere la lejana Europa en general, y la mítica Francia en particular, como el paraíso absoluto en todos los ámbitos. Si el lector pertenece además al microcosmos de la psicología, imagina, por vía de consecuencia, que París debe ser algo así como La Meca del saber psicológico. Y teniendo en cuenta que en la mayoría de esos países "tercer-mundistas" hasta las ratas (válgame la expresión) saben que la psicología es el estudio experimental de la conducta, se figuran que en la patria de Claude Bernard los niños recitan el manifiesto conductista de Watson casi al mismo tiempo que las tablas de multiplicar, y que en los Campos Elíseos los laboratorios de conducta florecen como las salas de espectáculos más o menos licenciosos. Al autor de estas páginas, igualmente nativo de uno de esos países "atrasados", evidentemente acostumbrado a considerar que todo lo que viene de fuera debía ser forzosamente mejor que lo de su pobre, triste y desgraciada patria, se le presentó la ocasión de terminar sus estudios de psicología en la ciudad del Sena, algo así como si a un seminarista rural le ofreciesen la oportunidad de ingresar en la Curia Romana. Que el lector envidioso se tranquilice rápidamente: la desilusión fue de talla.
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